Santiago Paredes: ‘El arte es, en realidad, una licuadora de la presión social’
Como es de esperar de un artista, Santiago Paredes (30 años) fue un niño que pasaba mucho tiempo con su imaginación. Él define al lugar en el que creció en Avellaneda como una casa grande con patios grandes, en los que siempre se lo podía encontrar “flasheando cualquiera”.
Es el más chico de cuatro hermanos y, según cuenta, cuando él nació, sus papás “ya habían sido papás de otras personas”. Por lo tanto, tuvo más libertad y la aprovechó mirando mucha tele y dibujando.
Hoy, además de seguir pintando y dibujando, codirige junto a Lucia Evangelista, su novia, Moria Galería, un espacio de arte contemporáneo ubicado en Villa Crespo.
“Dibujo desde que me acuerdo”, explica Santiago. Y su forma de hablar y las anécdotas que cuenta demuestran que siempre fue un artista. Recuerda una escena particular que detalla esto perfectamente: cuando era muy chico, se encontraba en la escalera que daba a la terraza de su casa, dibujando, y pensaba “esta va a ser mi última obra de arte”. Había hecho un dibujo de un pirata que, según él, “estaba re bueno” y, entre risas, cuenta que en ese momento sus pensamientos se asimilaban a los de un artista traumado. “Ya está, ahora tengo que quemar todo”, pensaba un Santiago de apenas seis años.
El arte no solo estaba y está presente en su vida desde su dimensión visual, sino también desde la musical. Cuando era adolescente, iba al Instituto Vocacional de Arte Labardén (IVA) tres veces por semana y ahí se acercó a los instrumentos musicales. Según cuenta, estudió música diez años, desde cuarto año de la secundaria hasta los 25. Además, tenía una banda con sus amigos del colegio, a los que él mismo describe como “unos deformes, todos artistas”, con los que vivió cuando era joven en un caserón en San Telmo.
Durante el tiempo que te dedicaste a la música, ¿seguías pintando? Más o menos. En la casa de San Telmo vivía también la hermana de un amigo que pintaba; yo la veía a ella pintar y me parecía increíble. Y un día me acuerdo patente que, cuando terminamos de cenar y ella estaba en su taller, le toqué la puerta y me dio cosas para pintar y la re flashié. Desde ese momento, de a poco, me empecé a re mega meter en las artes visuales y todo lo musical se empezó a dilatar; además, nos separamos como banda con mis amigos. Hubo una especie de crisis por ese lado y yo me refugié mucho en la pintura, que, a diferencia de la banda, es un universo unipersonal.
Con el tiempo, me fui fanatizando. Iba mucho a bibliotecas: sacaba cinco libros de arte y estaba todo el fin de semana mirándolos. Así también aprendés un montón. Porque podés ir a aprender a un instituto, pero la enseñanza depende más de vos, que del lugar o de las cosas. Si vos querés aprender algo, lo hacés.
¿No estudiaste artes visuales en algún instituto? En mi caso particular, la actividad artística siempre fue re intensa, desde muy chico. Mucha experimentación, mucho intercambio. No es que verdaderamente fui a un lugar a estudiar, sino que las cosas a mí me pasan… si vos estás dos horas por día mirando una pintura, la vas a entender. Me pasa algo así: yo observo las cosas con determinada atención, y las aprendo.
Para mí, no hace falta ir a un instituto de arte. Y si vas, tenés que tener esa atención con vos mismo de escuchar lo que te dicen. Porque a mí me pasó: yo fui al IUNA de multimedia cuando salí del secundario y sentía que no aprendía. Un poco por el lugar (se ríe), pero era más una actitud mía.
Entonces, dejé la facultad y, cuando ya estaba más metido en la pintura y tenía mi taller, me anote en la Universidad de Belgrano para hacer un profesorado de artes plásticas. Pensaba: quizás con lo que yo sé y estas materias de pedagogía, puedo tener un título, es decir, algo que más o menos haga que reconozcan que soy artista. Pero también lo dejé, porque me tenía que levantar muy temprano (se ríe). Igual, ahí aprendí un par de cosas, cosas que yo no hacía, más técnicas quizás, como, por ejemplo, preparar la tela donde vas a pintar. Me dieron herramientas.
Y con el tiempo, me fui sofisticando y empecé a buscar que las obras que yo hacía, más allá de que tengan una intención y estén buenas, desprendan algo más. Yo veo las pinturas que estoy haciendo ahora y realmente veo que desprenden un humor, y eso es algo muy difícil de lograr.
Entonces, ¿preferirías definirte como autodidacta? Sí, pero, igual, por ejemplo, trabajé muchos años con Daniel Sheimberg, un pintor, como su asistente. Y ahí aprendí muchas cosas, sobre el color, sobre lo que es ser un artista. Es decir, aprendí lo técnico-espiritual; fue como una transferencia de experiencia, que es muy difícil de tener cuando sos joven. Por ejemplo, mucha gente me pregunta cuántos años tengo porque piensan que soy muy joven para tener una producción grande, o por el estilo de mis obras, que son adultas. Yo creo que esto tiene mucho que ver con haber asistido a un pintor: adquirí conocimientos que a cualquier otra persona le lleva más tiempo aprender, porque es cuestión de prueba y error; yo, en cambio, tuve esa escuela de ya trabajar profesionalmente, pero para otra persona.
Dijiste que tu obra tiene un humor, ¿cómo lo definirías? Es un humor plácido, como… buena onda. O sea, a mí me encanta el arte disturbio, la pulsión de muerte, sentirme mal, todo eso (se ríe). Pero yo no quiero aportar desde ese lado. De todas formas, sí me gusta hacer pinturas oscuras, intrigantes, pero más que nada porque vi que la cosa buena onda me salía muy fácil y me dio mucho miedo quedar encasillado en un expresionismo light, que golpea, pero es suave. Entonces, me propuse como un reto personal meterme en paletas más viscosas. También para seguir estudiando, que es una posibilidad que tengo porque la gente me da bola.
También me interesa que el humor de mis obras no sea muy solemne. Me encantan ese tipo de obras, pero no es algo que quiera para mí. Prefiero que mi nave sea más un gomón que un yate; prefiero que sea algo liviano que puedas guardar en la mochila.
Hoy en día, trabajas más que nada digitalmente cuando creas tus obras, ¿no? Sí, pinto todo con el mouse en Photoshop; armo una formita y la relleno. Lo increíble es que no necesito ningún tipo de espacio de almacenamiento físico: si no crearla en una plataforma digital, no podría ni siquiera caminar si intentara llevar conmigo seis obras grandes, ponele.
Y otra cosa que está buenísima de lo digital es la meditación sobre color que podés tener. Por ejemplo, puedo tener una pintura y se me ocurre que quiero duplicarla, pero cambiando todos los verdes por naranjas. En veinticuatro segundos puedo hacer un trabajo que me hubiera llevado un mes si no lo hiciera digitalmente. A veces, también, hago muchas versiones de una pintura y ni siquiera las uso, pero me gusta un florero de una y puedo recortarlo y ponerlo en otra pintura. Voy como tejiendo cosas, y recortando y pegando. Todos los días pinto y voy generando material para mí mismo.
Además, crear en Photoshop me permitió hacer un salto más comercial. De una manera, para la gente es más fácil acceder, porque están comprando lo que sería como un original múltiple. Eso, a la vez, me dio más plata para hacer cosas más grandes, más sofisticadas, y avanzar en la investigación de qué es lo que se puede hacer. Y, a través de la sublimación, que es el medio que más uso, empecé con la seda y ahora estoy haciendo obras en plush; o las obras de acrílico y de PBC, que hice esta semana; o, lo último loco que hice son unos almohadones gigantes. Yo lo veo más como una escultura. Es loco que, al usar un método de producción industrial, las obras pueden tener una dimensión de uso. A mí me parece bellísimo, porque vos podés tener una obra en tu casa, verla y que te parezca lo más, pero cuando usas un kimono o un pañuelo, pasa a tener un aspecto más personal, de uso, lo podés compartir.
“Cada muestra es un suicidio comercial, vos lo haces y después no se vende nada; pero lo haces porque sos una especie de militante de la expresión. El mundo necesita de arte”
¿Cómo te acercaste a la indumentaria? Mi acercamiento al mundo de la moda es re loco, porque yo, en realidad, empecé pintando moda. Consumo mucha imagen y veía de golpe en internet una foto de pasarela de, no sé, un desfile de Gucci de 2016 y decía “¿qué es esto?, tipo, es una locura”. Porque la moda, para mí, no tiene ningún tipo de límite historicista, que sí tiene la pintura. Cuando estás en la pintura, estás dialogando con 2000 años de historia a full. La alta moda dialoga con toda la historia de la moda, pero como yo la ignoro, para mí es todo fresh. Eso es un estímulo fuertísimo para mí.
Cuando empecé a entender las modas, en lugar de verlo como algo despectivo, lo vi como algo antropológico. Me acuerdo de un día que estaba en un colectivo y vi a dos señoras grandes subir vestidas re loco, como en los años ‘60, porque, claro, ellas eran de los ‘60. En ese momento pensé: “claro, ahí está”: la moda es como el pintor en cada uno. Ese carácter a mí me pareció super hermoso y personal; porque todos tenemos una remera, un pantalón y unas zapatillas, pero está en el aura de cada uno lo que hace con eso.
¿Cuándo hiciste tu primera prenda? La verdad es que, en realidad, siempre quise hacer ropa. Cuando era chico pintaba remeras blancas con fibrón o pintura y me vestía con remeras que dibujaba yo; me acuerdo, por ejemplo, una de la gripe A que hice cuando fue esa época (se ríe).
Pero, recientemente, todo esto de la indumentaria empezó en realidad porque mi novia tenía un kimono que yo veía y veía, y no podía creer la sofisticación de esa cosa. Tenía todo el universo de la pintura, era como pintura expandida, súper agradable; y te lo ponías y cambiaba tu fisonomía totalmente: podías ser flaco, gordo, lindo, feo, etc., pero te lo ponías y te transformabas en una entidad. Me re copó.
Además, lo cierto es que diseñar un kimono es estrictamente hacer una pintura; es una especie de rectángulo gigante que se pliega a la mitad, entonces no tuve ningún tipo de resistencia. La primer temporada la hice en cinco días (se ríe).
Lo que pasó después es que, el año pasado, cuando llegó el invierno, empecé a hacer buzos, pero por una cuestión de que me venía yendo bárbaro con los kimonos y después en invierno me quedé sin trabajo (se ríe). Todos veían mis obras y me decían “me encantaría tener esto en un buzo” y, entonces, lo hice. Encontré la manera de llevar eso a la realidad; es decir, transformé una cosa super caprichosa que había hecho un día en un objeto de uso con talles.
¿El concepto sería llevar tus pinturas a indumentaria? Claro, hacerlo sin resistencias. Yo creo que, si hiciera un vestido con volados, eso no me coparía ni ahí. Porque rompe con todo lo que estoy haciendo. A mí me gusta que el molde resalte la pintura, como si un bastidor fuera octagonal. Porque todo es pintura, y mi intención final es que la obra supere el objeto que aporta.
También codirigís Galería Moría, ¿cómo surgió esa idea? La empezamos con mi novia hace cuatro años, justo cuando había ganado Macri (se ríe). Nosotros no pensábamos que iba a ganar y decíamos “vamos a apostar al país, a armar un emprendimiento artístico”, pero de la nada ganó y fue insospechadamente violento.
Por suerte, estamos vivos y nos fue dentro de todo bien, pero mil veces pensamos en cerrar. Fue difícil, pero por suerte la gente en épocas de crisis se une mucho más y se bancan todos entre todos. Nosotros nos sentimos parte de una escena; somos un espacio en el que la gente puede venir e interactuar entre ellos.
“Un pibe comprando un libro o una obra es alguien que te está eligiendo sobre la estupidización masiva”
¿Cuál era el concepto de la galería cuando la abrieron? Mirá, en esa casa en que vivía en San Telmo, con mis amigos hacíamos recitales. Yo me había empezado a meter en la pintura y tenía un taller; y, durante los recitales, lo abría para muestras. Invitaba gente que a mí me parecía lo más y que no podía creer que nunca había hecho una muestra. Así empezó todo, hasta que, en un momento, decidimos hacerlo más como un emprendimiento comercial; es decir, dedicarnos a eso, que sea un trabajo. Y abrimos la galería.
¿Cómo definirías tus exhibiciones? Es algo muy lindo, porque veo que el público es gente igual a mí: un pibe que no tiene un mango, pero, en vez de comprarse una birra, se compra un libro o una obra de arte. Eso hace que sea el doble de hermoso. Es alguien que te está eligiendo por sobre la estupidización masiva (se ríe). Es cuestión de evadirse, y yo me evado todo el tiempo.
Hoy por hoy, el arte es en realidad una licuadora de la presión social. Ósea, que yo vaya a una bienal de arte y me quede un rato viendo una obra, me hace descargar un montón de violencia y tensión sexual capitalista que tengo encima. O ver una pintura y meterme en ella, hace que por lo menos tenga diez segundos de verdad en el día, y eso te mantiene un poco más a flote.
¿Cómo seleccionan a los artistas que forman parte de la galería? Los elegimos porque son los artistas que más nos gustan del mundo; y por suerte les gustamos a ellos y somos pareja (se ríe).
Además de tener una relación comercial, somos amigos. Nos interesa ser un vehículo para ellos, que sientan que pueden recaer en nosotros. No está esa tensión que existe entre galerista y artista, que es algo que yo nunca viví porque siempre tuve mi galería.
Igual, recién este año tenemos un staff de artistas, que hacen a la identidad de la galería. O sea, vos sos cuatro paredes, después la calidad de la galería viene de las obras. Nuestra premisa es que hagan lo que quieran (se ríe), siempre que, no sé, no quieran romper el piso y yo tenga que pagar para arreglarlo. Porque, en realidad, cada muestra es un suicidio comercial, vos lo hacés y después no se vende nada; pero lo hacés porque sos una especie de militante de la expresión. El mundo necesita de arte.
También das clases de arte, ¿no? Sí, doy clases de historia del arte. Hice un taller que se enfoca en el período 1969-1999, que es un periodo en el que se define la imagen del arte contemporáneo.
Y, ¿cómo te acercaste a dar clases? Mi vieja es docente, es una muy buena persona, le gusta enseñar; y mi abuelo era director de escuela. Mi mamá era profesora en la escuela y en mi casa, entonces a mí nunca me costó dar clases. No sé, es como que, porque mi viejo es fotógrafo, yo tengo un interés en las imágenes rectangulares y no soy bailarín, por ejemplo.
Lo que hacen mis papás me llevó un poco a lo que hago yo hoy. Mi viejo es fotógrafo de publicidad y yo siento que lo que hago tiene un lenguaje un poco publicitario. Yo no tengo drama con lo que se puede considerar frívolo o decorativo, no me conflictúa y me encanta.
¿Tenés referentes? Sí, tengo, obvio. Por ejemplo, Matisse es la Biblia, el Corán. Después, también Gary Hume, que es un artista inglés de los ‘90 que pinta sobre aluminios con pintura sintética y así logra unas paletas altísimas.
Obvio que David Hockney: cuando vi sus pinturas de arte sentí que tenía futuro. Porque cuando empecé con lo digital todos me decían “esto no está pintado” o tenían esa lógica de que cuando apretás ctrl+enter aparece una imagen espectacular; cuando, en realidad, yo estoy miles de horas trabajando con el mouse, rompiéndome la mano, que es lo mismo que si tuviera un pincel. Realmente sentí y vi a escala global que, después de que David Hockney sacara sus pinturas del iPad, la gente entendió que lo digital no era un chiste.
“Todo es pintura, y mi intención final es que la obra supere el objeto que aporta”
Si pudieras colaborar con cualquier personas en algún proyecto, ¿a quién elegirías? Si pudiera colaborar en algún proyecto loco, vi que en algún momento Gucci estaba pidiendo world-wide gente que le mande portfolios. El director de Gucci es Alessandro Michele y él me parece lo máximo. Siento que podríamos tomar un café y charlar.
¿Dónde encontrás inspiración? Para mí, es como hacer zapping, porque va cambiando. Yo creo que tiene que ver con que veía mucha tele de chiquito. Voy viendo distintas cosas que me copan.
Si tuvieras que elegir tres palabras para describir tu estilo, ¿cuáles serían? Tiene algo de collage; tiene una iconografía… quizás divertida, pero no sé si esa es la palabra, sino que diría que no es solemne; y también me gusta que es flexible, porque hay imágenes de otros artistas que si las sacas un poco de sus límites se rompen.
Y si tuvieras que elegir tres palabras para definirte a vos, ¿cuáles serían? Pintor, curioso y de libra.
Si tuvieras que recomendar un libro, una película y una serie, ¿cuáles elegirías? Un libro, El elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki; una película Alien 1; y una serie Dragon Ball.
¿Qué consejo darías? Cortenla con la falopa.
¿Qué consejo te dieron que te marcó? Que me haga la obra social de monotributo.
¿Hay algún mito sobre vos? Lo cierto es que trato de no ser muy público, de que se relacione mi obra con mi persona física. Y, por eso, hay mucha gente cree que soy una chica, porque mi iconografía y mi paleta son muy femeninas quizás. Sino, una vez hubo alguien que vino a la galería, donde yo atiendo, y me dijo “me gusta esta obra, de Santiago Paredes, el señor chileno” y yo le dije “sí, es bárbaro” (se ríe).
¿Tenés algún ritual? Me gusta que las cosas tengan un orden específico. Antes, cuando tenía un taller, era como un santuario; si está todo en cualquiera, no podés hacer nada. Además, es todo un sistema global, o sea, no podés pintar si te acabas de pelear con alguien, por ejemplo.
Si no fueses lo que sos, ¿qué te gustaría ser? Bailarín clásico, pero mujer.
¿Qué es el éxito? Estar tranquilo. Para mí, la plata es libertad. Poder ir del punto A al punto B como yo quiera, o… llegar al B, vivo (se ríe). Sobrevivir.